Andrés Capelán - Club de Escritores y otros cuentos

Este libro virtual se llamó en un principio "Obras Escogidas - I", por aquello de que toda selección es una elección. También se hubiera podido llamar "15 cuentos en busca de un editor", pero no sería un título sincero ya que ni mis cuentos ni yo nos hemos abocado en algún momento a esa tarea. Al final, se llama como se llama porque así se llama. Sea como sea, aquí está mi primer libro de cuentos. Pase y lea, es gratis.

Club de Escritores

Cuando le dices a Wordsie lo maravillosamente bien que escribe, ella no te cree, te lanza una mirada socarrona y busca cambiar de tema: ¿Cómo están tus hijos? –te preguntará si es que los tienes. Si insistes con el tema de la calidad de su obra, ella se pondrá seria y a lo sumo te dirá: Escucha, no tiene importancia; nada tiene demasiada importancia y ésto tampoco, así que ya está bueno, habla de otra cosa, por favor –y tu no tendrás otra opción que hacerle caso.

Lordie, en cambio, escribe muy mal pero es tan pagada de sí misma que al principio te causa gracia y luego piedad. A ella sí le encanta hablar de su obra y –para desgracia de nosotros, sus amigos– recitarla una y otra vez a viva voz. ¡Por Dios, Lordie! ¿No te das cuenta de que escribes muy mal? –quieres decirle pero nunca te animas por no lastimarla, porque es tu amiga y la quieres. Entonces callamos y soportamos estoicamente sus declamaciones y a Lordie le brillan los ojos del orgullo.

A Bear se le importa un pepino lo que tú opines sobre su obra y vaya si te lo hace saber. Para empezar, nunca nos lee nada. Si quieres conocer lo que escribe Bear tendrás que comprar sus libros. Luego, si le preguntas por algo que no has entendido, te responderá realmente serio: Si hubiera querido explicar las cosas, habría escrito un ensayo –y tú no puedes menos que coincidir con él y entonces te sonries y te callas.

Goldie es distinto, él disfruta hablando de su obra, y lo bueno es que te hace disfrutar también a tí. Te explicará todas las dudas que tengas, al punto de continuar sus historias oralmente allá hasta donde tú lo necesites. Te contará los pormenores que precises conocer para comprender cabalmente su mundo, te hablará del clima, de las cosechas, de la infancia conflictiva de uno de sus personajes secundarios, del olor que había en la calle en la que A se encontró con B, en fin, de todo lo que sea necesario para que entiendas. Él disfruta haciendo eso y nosotros también. Por eso muchas veces le hacemos preguntas por gusto.

Franzie es lo opuesto de Goldie, al punto de que nunca muestra lo que escribe. Siempre anda para arriba y para abajo con un portafolios lleno de manuscritos ajados, pero cuando le pides que te adelante algo de su novela, indefectiblemente te responde: No es el momento, todavía no está pronta, todavía no está pronta. Y siempre te dirá lo mismo por más que insistas. Para peor, Franzie no abandona su portafolios ni para ir al baño, así que ni siquiera nos queda la opción de husmeárselo cuando él no está, porque siempre está. En un momento llegamos a dudar de que Franzie realmente estuviera escribiendo algo, pero Lordie nos ha contado que lo ha visto escribiendo desaforadamente en la mesa de un bar. Luego, cuando ella ha entrado en el establecimiento, Franzie ha guardado sus hojas apresuradamente y se ha sonrojado.

En cambio, Pride no tiene empacho en hablar de su obra, aunque es inútil porque del mismo modo en que ninguno de nosotros entiende nada de lo que escribe, tampoco le entendemos sus explicaciones. Pero además, Pride escribe de tal manera que las más de las veces nos da vergüenza pedirle explicaciones, así que callamos y nos quedamos con la sensación de que él es un gran escritor y nosotros unos ignorantes gandules. Pride es el más exitoso de todos nosotros, ya lleva publicadas tres novelas que se han vendido muy bien y está escribiendo la cuarta. Los críticos lo adoran, pero como cada cual tiene su explicación propia para esa admiración, de poco sirve leer las críticas de los libros de Pride para tratar de entender de qué cornos está hablando.

En lo que a mí respecta, en principio he optado por no decir a nadie que voy al Club de Escritores. Una vez cometí ese error y la gente dejó de hablar de sus cosas delante mío por temor a convertirse en una de mis historias. Ahora escribo en secreto y sólo muestro mis escritos en el Club; pero éste no se los mostraré no sea cosa que mis amigos escritores se enojen conmigo, porque al fin de cuentas no soy San Francisco de Asís y con alguien tengo que hablar. ¿No?

Crash

Quiso acordarse pero no pudo. Tampoco le importó porque no se dió cuenta. De todas maneras apretó el acelerador e hizo avanzar el automóvil. Apoyando la espalda firmemente en el respaldo del asiento, aumentó la velocidad al máximo y el auto se estrelló contra el muro. Sacudió la cabeza y le hizo dar marcha atrás. Maniobró sin pena y sin rabia, volvió a acelerar a fondo, y el auto pegó de nuevo contra el muro. Chasqueó tres veces la lengua e intentó de nuevo la maniobra, ésta vez más despacio. Sonrió cuando al fin logró girar el vehículo 90 grados hacia la izquierda y hacerle continuar la marcha en paralelo al muro. Cuando le llegó hasta los pies, se inclinó, lo tomó con la mano y lo introdujo en el morral junto con el control remoto. Al enderezarse percibió un aroma vagamente conocido. Se tocó las asentaderas y las encontró húmedas. Entonces supo que tenía que entrar para que lo lavaran, otra vez se había hecho encima.
Mientras lo lavaban creyó recordar algo. Cerró los ojos y vió un campo y un árbol. En el árbol había flores y en el campo había un rancho. Junto al rancho una silla con un montón de ropa... no, no era un montón de ropa, era un hombre. Al lado suyo, un perro dormía en la sombra... no, no era un perro, era un niño. Un niño jugando con un auto a control remoto. Se acercó para mirarle la cara y se dió cuenta de que esos rasgos le resultaban familiares. ¿Dónde había visto antes a ese niño? Justo cuando iba a preguntarle el nombre, la enfermera le despertó sacudiéndolo suavemente. Silencioso y pensativo, con el entrecejo fruncido, dejó que ella le ayudara a salir de la tina. Dejó que le vistiera. Dejó que le sentara en un silla a la sombra de un tilo, donde también había un perro, un labrador dorado que le miró a los ojos y movió despacio la cola en señal de reconocimiento. Entonces cerró los ojos y lloró.
Se dejó abrazar por la madre y siguíó llorando en su hombro hasta que poco a poco fue desapareciendo la angustia. Luego levantó la cabeza y abrió los ojos. Sonrió a la enfermera y dejó que le depositara en el regazo la bandeja con la taza de té con leche y plantillas. Mojó las plantillas en el té, las comió todas y vació la taza. Luego se limpió con la servilleta de tela blanca almidonada, devolvió la bandeja y siguió jugando con el auto a control remoto.
Al poco rato descubrió que la carretera no era larga sino circular. Sentado al volante veía como pasaba una y otra vez por el mismo puente; como aparecía una y otra vez el mismo pueblito con la misma iglesia, con el mismo café con mesitas en la vereda, donde una misma mujer rubia tomaba otro té. La cuarta vez que pasó por el café detuvo la marcha. Estacionó el auto junto a la acera, abrió la portezuela y bajó. Miró a la mujer rubia, que le sonrió y le dijo “¡Hola! Hace mucho que te esperaba, pensé que no te ibas a detener nunca...” Él sonrió también, apartó una silla y se sentó frente a ella. “¿Cómo estás, preciosa?” le dijo seductor. “Bien, Papá, disculpá que la semana pasada no pude venir, pero Susan estaba con fiebre y no podía dejarla sola”, le contestó ella. “¿Tenés un cigarro?”, preguntó él.
Aspiró lentamente el humo del cigarrillo, lo paladeó, lo envió a los pulmones y luego lo expulsó por la nariz. En ese momento se dió cuenta de que el pianista estaba tocando aquella canción. Enojado, se levantó, entró al salón y lo increpó: “¡Sam! ¿Cuantas veces te dije que no tocaras esa canción?” Como toda respuesta, el pianista inclinó la cabeza y señaló con la mirada hacia una mesa del fondo del salón. Él giró en redondo y entonces la vio, sonriente y fumando. Se acercó a la mesa, apartó una silla y se sentó frente a ella. “¿Cómo estás, preciosa?”, le dijo algo perplejo mientras ella lanzaba una bocanada de humo. “¿Por qué lloras, hijo?” le preguntó ella. “No lloro –contestó él, pestañeando– es el humo en mis ojos”. Cuando abrió los ojos, ella se había ido.
Con el cigarrillo todavía en los labios y el enrecejo fruncido, salió del café, volvió a subir al convertible, lo encendió, puso el cambio y apretó el acelerador a fondo. El bólido surcaba raudo la campiña. Al llegar al puente una ceniza le entró en un ojo. Se estrelló contra el muro a máxima velocidad. Salió disparado por sobre el parabrisas y cayó como un bulto flácido en el arroyo. Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro de ella casi pegado al suyo. “¿Se siente bien?” –le preguntó la enfermera. “Si, si –contestó él– ¿No tiene un cigarrillo?”. Ella le puso un cigarrillo encendido en la boca y se alejó. Él tomó el control remoto, apretó el acelerador e hizo avanzar el automóvil. Aumentó la velocidad al máximo, y el auto se estrelló contra el muro...

Caída Libre

Volaba rápido. La fuerza del viento le hacía difícil mantener los ojos abiertos, y tampoco podía respirar. “No importa, voy a disfrutar” –pensó aguantando el aliento, el pecho inflado, los brazos extendidos, el traje flameando. Su madre lo miraba desde una lejana loma de verde césped, nerviosa, retorciéndose las manos. Su padre movió la cabeza repetidas veces a derecha e izquierda y dijo: “Éste siempre el mismo pelotudo”. Él sonrió mientras surcaba raudo los aires. Típico de su padre ese comentario. Lo mismo dijo cuando perdió el primer exámen, cuando se ennovió por primera vez, cuando se tuvo que casar de apuro, cuando dejó de estudiar, cuando comenzó a trabajar, cuando perdió el primer trabajo, cuando tuvo el primer hijo, cuando se divorció por primera vez. Él siempre movía la cabeza de izquierda a derecha y decía “Éste siempre el mismo pelotudo”. Su madre en cambio guardaba silencio y se retorcía las manos, igual que ahora.
Había planificado un viaje corto, unos pocos metros, unos pocos segundos. Sin embargo, ahora, en el aire, el vuelo parecía mucho mas largo y lo disfrutaba. Se dio cuenta de que toda la vida había estado buscando esa sensación de libertad, y se preguntó por qué había esperado tanto. Claro que la respuesta ya la tenía en la cabeza antes de hacerse la pregunta. Los compromisos, las presiones sociales, el qué dirán... Con una sonrisa recordó aquel aforismo reaccionario que decía “Si Dios hubiera querido que los hombres volaran tendríamos alas”. Eso le hizo acordarse de la Primera Comunión y de la catequista, una solterona que vivía con la madre. Ella fue la que le abrió las puertas del catolicismo. Para entrar, cuando le explicaba el Génesis y el Apocalipsis, y para salir, cuando quedó embarazada “de un señor mayor y casado”, como contaba su madre a las amigas cuando pensaba que él no escuchaba.
Giró en el aire y quedó mirando al cielo, los pelos revoloteando para todos lados. Saludó al piloto del avión, respiró hondo y volvió a girar, el cielo estaba radiante pero quería ver hacia donde iba, que ya era hora de buscar un adecuado campo de aterrizaje. Vio una plaza repleta de personas, decenas de miles tal vez, que escuchaban a un orador que –micrófono en mano- caminaba para un lado y para el otro de un gran escenario. No, allí no había lugar. Giró hacia su izquierda y se encontró con un estadio en el que otros miles de personas presenciaban un partido de fútbol. Allí tampoco, hubiera sido una falta de respeto interrumpir el match aterrizando en el pasto. ¡Pasto! –pensó, y dirigió el vuelo hacia la loma en la que lo esperaba su madre, ahora con los brazos abiertos.
Explotó cuando cayó en la acera.

Él está ahí

Él está ahí, me vigila desde su escondrijo en los matorrales de la laguna, y espera a que me vaya para salir a cazar anguilas y axolotes, para nadar panza arriba displicentemente, para entrar a la casa y revolver mis cosas. He intentado algunas veces volver antes y entrar en silencio por la puerta de atrás. Reviso la casa y descubro su rastro húmedo y las huellas de sus patas anchas en la alfombra, pero nunca lo puedo encontrar dentro. Miro entonces lentamente hacia la laguna por entre las rendijas de la cortina veneciana de la ventana del living, pero nunca lo puedo ver. Es que él me huele y se esconde, él me huele con esas miserables narinas que tiene en su pico negro y chato, con esas ranuritas de porquería que parece que no sirven para nada, y sin embargo con ellas me huele, y huye, y se esconde. Después, de madrugada, cuando está todo oscuro y no puedo verlo, cuando mis ojos rojos intentan conciliar el sueño mientras trato de olvidar el recuerdo del flapear de las alas de miles y miles de somormujos como él que tengo metido en la cabeza, entonces lanza su obsceno grito y hace que salte de la cama, prenda las luces, corra hacia la ventana y descargue mi escopeta sobre los matorrales que rodean la laguna. Cuando cesa el estruendo y el humo de la pólvora se disipa en el aire, entre el coro de perros que ladran asustados, lo escucho aletear mientras se aleja riendo hacia el monte.
Esto sucede todos los días desde que comenzó el verano. He pensado en vaciar la laguna para que no venga más, pero me da pena por los castores, a los que tanto trabajo les ha dado construir su represa tronco a tronco, maderita a maderita, ramita a ramita. No puedo hacerles eso. Los castores son amigos míos, me regalan peces para que ahúme en mi estufa y haga conservas. Ellos también le temen al somormujo. Cuando llega, se esconden en la isla de su madriguera y sólo salen si yo estoy en el porche con la escopeta en mi regazo y por eso él no se anima a salir de los matorrales. Entonces yo les tiro manzanas verdes que ellos atrapan en el aire dando volteretas. Desde que vino el somormujo paso todas las mañanas allí, fumando mi pipa sentado en la reposera con la escopeta en mi regazo, mientras los castores retozan con sus crías y pescan y reparan las filtraciones de su represa. Los vecinos ya están acostumbrados. Por lo general no pasan por frente a mi casa, pero si tienen que acercarse a la laguna por algún motivo, me saludan con un respeto muy parecido al agradecimiento. Yo sonrío y muevo mi cabeza como diciendo que de nada, que sólo cumplo con mi deber. Ninguno se ha quejado nunca por mis disparos, es que ellos también le temen al somormujo. Pasan las noches encerrados en sus casas y saben que dependen de mí para que los proteja. He pensado en mudarme a la montaña, pero eso sería traicionar a los castores y a los vecinos, y por sobre todas las cosas, mi huída significaría la victoria del somormujo. Y la simple idea de imaginar la sorna con la que comentaría luego mi derrota, se me hace insoportable y me obliga a permanecer firme en mi puesto.
Anoche no intenté dormir. Lo estuve esperando hasta el amanecer. Me acosté vestido, con la escopeta pronta al costado de la cama. Tal vez el muy taimado se dio cuenta y fue por eso que no lanzó su grito terrible, o tal vez ya se fue, no lo sé. Apenas salió el sol, desayuné y salí con la escopeta a revisar los matorrales. Los castores ya estaban pescando. Cuando me vio venir, Alfa me saludó como acostumbra (golpeando en un tronco con su gran cola plana y haciendo mohines moviendo los bigotes), yo le sonreí y sacudí mi mano levantando el brazo sin detener mi camino (que es como acostumbro a saludarlo), y entonces él se zambulló en el agua. Mientras yo revisaba minuciosamente los matorrales de juncos en las nacientes de la laguna, Alfa salió del agua y depositó sobre la roca cuadrada tres grandes sardinas azules. Luego de mirar hacia donde yo estaba, volvió a zambullirse y siguió con lo suyo. Yo también seguí con lo mío. En el rincón más apartado de la laguna encontré una gran bola de plumas y espinas, prueba inequívoca de que el somormujo había estado allí. Envolví la bola en la hoja de un nenúfar y la guardé en mi faltriquera. Volví a la casa sin encontrarlo, recogí las sardinas, las guardé en una lata y las tapé con aceite. Entonces empezó a llover.
El día en que llegó el somormujo también llovía. ¡Y cómo llovía! Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Él venía volando bajito, como a los tropezones. Las ráfagas de lluvia le entorpecían el vuelo rastrero, le dificultaban mantener el rumbo. Yo corrí a buscar mi escopeta y le disparé tres cargas. Lo ví caer en el agua, juro que lo ví caer en el agua, aleteando inutilmente, salpicando para todos lados. Lo vi aletear, iluminado por el fogonazo de un potente relápago, en el medio de una gran mancha roja. Juro que vi hundirse su cabeza empenachada y flotar su cuerpo hinchado, las cortas patas hacia arriba aún moviéndose. Juro que lo ví. Entonces resonó un trueno lento, profundo y grave que hizo temblar largamente la casa, y luego toda el agua que había en el cielo cayó sobre la laguna. Nunca había visto ni oído llover así. No veía más allá del porche y la casa trepidaba golpeada por tanta agua. Fueron unos pocos minutos, sí, no duró mucho ese diluvio, pero cuando pude ver de nuevo la laguna, él ya no estaba. Me puse la capa y las botas, tomé el gancho de ballenero y salí a buscarlo, pero por más que revisé y revisé, no lo encontré por ningún lado. Los castores también salieron apenas paró la lluvia para reparar presurosos el metro y medio de dique que había destruído la fuerza del agua caída. Mientras volvía a la casa escuché un tenue ulular en la lejanía, pero no le dí importancia. Abrí mi lata de sardinas y me preparé la cena. Luego, toqué el violín hasta que me vino el sueño. Entonces me fui a dormir, pero no habría pasado ni la mitad de la noche que me despertó éste grito desgarrador, éste sonido ominoso y terrible cuyo recuerdo y cuya inminencia me acompañan ahora todas las noches, y me han robado el sueño para siempre.

Caminé

Caminé y caminé y caminé. Mucho caminé, horas caminé. Caminé tanto que me duelen los pies y ya no se donde estoy. Miro a mi alrededor y no reconozco a la gente ni a las casas, ni a las baldosas, ni a los árboles. Todo es extraño, distinto, nuevo, amenazante. Un hombre pasa y me saluda pero yo no lo reconozco. Por educación, retribuyo el saludo con una inclinación de cabeza y sigo caminando. Una niña se me acerca corriendo y me tira del saco. La miro, no la conozco. Me dice algo en un idioma que yo no entiendo. Aprieto mi solapa, pego un tirón fuerte para que me suelte el saco, y apuro el paso. La niña queda atrás, llorando desconsolada, no entiendo por qué, no la conozco, no le hice nada. La gente mira a la niña y me mira a mí. Una mujer se acerca a la niña y le acaricia la cabeza, la niña llora en su regazo. La mujer me mira con cara de reprobación. Yo no hice nada malo, simplemente huí de una desconocida. Aquí son todos desconocidos porque caminé mucho. Miro los carteles de los comercios y están escritos en un idioma que yo no entiendo. Intento adivinar qué venden pero me es imposible. Miro los escaparates pero no conozco las mercaderías que exhiben. ¿Frutas exóticas? ¿Ropas extranjeras? No lo sé, no puedo distinguir una cosa de la otra. Pienso que lo mejor sería desandar lo andado pero no me animo. Allá atrás la mujer sigue mirándome, la niña sigue llorando, y el hombre que me saludó se les ha acercado y conversa con ellas. Me señalan a otros transeúntes. Sin dudas hablan de mí. Entonces dejo de mirar atrás y vuelvo a apurar el paso. Camino y camino por una vereda extraña, de color indefinido, construída con un material desconocido para mí. Necesito un punto de referencia, un cable que me devuelva a mi mundo. Miro el cielo con la esperanza de encontrar al menos una nube familiar y tranquilizadora, pero no hay ninguna. Arriba solo veo un gigantesco insecto volando lentamente en círculos sobre mi. Sin dejar de caminar, voy buscando la protección de la sombra de esos enormes, extraños árboles plantados a un costado de las veredas. Me pregunto de qué especie serán, de cual variedad. No encuentro respuestas. Nunca ví árboles así. Allá, a lo lejos, frente a los almacenes, el grupo de gente que rodea a la niña es cada vez mayor. Todos me miran y gesticulan y hablan entre ellos. Algunos comienzan a gritarme cosas que yo no entiendo, me parece que por la distancia, pero también porque hablan en el mismo idioma desconocido que la niña. Vuelvo a apurar otra vez el paso, tengo que llegar a casa. Camino y camino y cuando miro hacia atrás, la niña y la mujer y el hombre parecen estar siempre a la misma distancia. ¿Me están siguiendo? Entonces corro, corro y corro, cada vez más rápido, corro. Tengo que llegar a mi casa. Mi casa. Mi casa... –pienso mientras me tropiezo y caigo.

A ver cuando se repite

Llegaron cada uno por su lado pero al mismo tiempo. Se miraron y se sonrieron el uno al otro aunque con un dejo de tristeza. Él apartó una silla y ella se sentó, luego él giró en torno de la mesa e hizo lo propio. Se volvieron a mirar y volvieron a sonreir.
—¿Qué tomás? –preguntó él sin dejar de mirarla a los ojos.
—No sé... –dudó ella- hace calor... ¿qué tal una cerveza?
—Perfecto –respondió él al tiempo que llegaba el mozo– Buenas tardes, una cerveza grande –le dijo.
—Como no, enseguida— respondió el mozo y giró sobre los talones.
Él la volvió a mirar mientras ella revolvía la cartera buscando la caja de los cigarrillos. Cuando los encontró y se puso uno en la boca, él ya extendía la mano con el encendedor prendido.
—Gracias –dijo quedamente ella.
—De nada –contestó él, y a continuación encendió un cigarrillo de los suyos y lanzó el humo hacia adelante. Los dos humos se mezclaron pero tenían distinto color, el del cigarrillo de ella era blancuzco, el del suyo era azulado. Distintas mezcla de tabacos, claro.
—¡Qué calor! ¿Eh? Está realmente insoportable –dijo él.
—Si, terrible –contestó ella– además hay mucha humedad...
—Bueno, está anunciado tormenta –recordó él en el momento en que el mozo llegaba con la cerveza y dos vasos.
Se quedaron callados mientras el mozo destapaba la cerveza y servía un poco en cada uno de los vasos.
—Gracias –le dijo él.
—Para servirlo –contestó el mozo.
—Sí –dijo ella continuando la conversación– siempre anuncian tormenta y al final no llueve nada.
—Es verdad –dijo él mientras terminaba de llenar los vasos– no dan pie con bola.
—Es que el tiempo está loco –dijo ella.
—El cambio climático... –sugirió él mientras levantaba el vaso- Salud –conminó enérgico.
—Salud... –respondió ella desganada, y comenzó a beber la cerveza.
—Ahhhh –dijo él, satisfecho– no hay nada como una cervecita bien fría un día de calor. ¿No?
Ella giró la cabeza y miró cómo una moto se escurría a toda velocidad entre dos ómnibus con el escape abierto.
—¡Qué locura! –dijo mientras movía la cabeza como negando– ¿Así cómo no querés que se maten?
—Si, son unos kamikazes –dijo él estirando la cabeza para poder seguir viendo la moto zigzageando entre los vehículos.
Terminaron los cigarrillos y encendieron otros. Ésta vez ella se le adelantó y lo prendió con su encendedor sin darle tiempo a nada.
—Si no hubiera tanta humedad, el calor no embromaría tanto –dijo él.
—Si, la humedad es lo que tiene –respondió ella mientras terminaba la cerveza.
—Yo no sé por qué no hacen algo –se preguntó él.
—¿Con la humedad?
—No, con las motos, todos los días se matan dos o tres, es una locura
—¿Y qué querés que hagan? ¿Que prohiban las motos? Dejálos que se maten nomás, si son estúpidos...
—Si, pero si vos los atropellás, después el mal rato lo pasás vos –reflexionó él– y no hay derecho, si quieren matarse, que se maten solos pero que no te embromen a vos. ¿No?
—Eh buah –contestó molesta ella– vos siempre queriendo arreglar el mundo...
—Y con el ruido que hacen esos escapes...
—Si, es insoportable, con eso sí que tendrían que hacer algo
—Y no llueve... –reflexionó él.
—Ya va a llover y después se van a quejar porque hay inundaciones
—Si, el tiempo está loco
—Siempre pasa lo mismo –acotó ella.
—Cuando yo era chico no pasaban estas cosas, cuando era verano era verano y cuando era invierno era invierno, ahora, en cambio, está todo mezclado, ya no sabés como vas a salir, ya no sabés –remarcó él.
—Decímelo a mí, que salgo de casa de mañana temprano y tengo que traerme todo un equipaje por las dudas de si llueve o si refresca, que sino después te agarrás una gripe y terminás no pudiendo ir a trabajar –se quejó ella.
Él terminó de vaciar la botella de cerveza en el vaso de ella y le preguntó:
—¿Tomamos otra? Está tan rica...
—No, dejá, tengo que volver a trabajar –contestó ella y vació su vaso.
—Tenés razón –reconoció él– además la cerveza tiene muchas calorías y al final te da más calor.
—Si, eso también, vamos. –dijo ella al tiempo que comenzaba a pararse.
Él dejó un billete de cien pesos sobre la mesa antes de pararse y buscar al mozo con la mirada. Cuando lo encontró, le hizo un gesto para indicarle que allí quedaba el dinero. El mozo asintió con la cabeza y sonrió.
De pie los dos junto al semáforo, él le dijo:
—Bueno, un gusto charlar contigo, a ver cuando se repite.
—Lo mismo –dijo ella– chau, hasta otro día. –y cruzó la calle rauda aprovechando la luz verde.
—Chau –dijo él. Pero ella ya se había ido.

Duetto

–No, señor, no lo vi, se lo juro. ¿Para qué le voy a decir una cosa por otra? ¿Que sentido tendría? Si le digo que no lo vi, es porque no lo vi. Sí, disculpe, no quise ser grosero, sucede que aunque usted no me crea, aunque parezca mentira, aunque sea difícil de entender, yo no lo vi. ¿Qué le voy a hacer ahora? ¿Quiere que le mienta? No, no se lo tome así, lo siento mucho, le pido mil disculpas. ¡Es que no lo vi! Entiendo que no me crea, lo entiendo perfectamente, pero trate de entenderme también usted a mí. Piense un poco, si lo hubiera visto podría haber encontrado una excusa más creíble, podría decirle, por ejemplo: “en ese momento estaba mirando para otro lado”, pero como no lo vi, no podría decir para qué lado hubiera tenido que mirar para haberlo visto. No, por favor, no se lo tome a mal. No, no le estoy tomando el pelo. ¡Es que no lo vi! No sé como fue que no lo vi, pero no lo vi y eso es todo, no tengo otra explicación. ¡Vaya si quisiera haberlo visto, al menos para ahorrarme este mal rato! Pero no lo vi y no lo vi. No se por qué motivo, pero no lo vi. No, por favor, no se ponga así. Si, tiene usted razón, no le discuto. Sí, sí, soy un estúpido, es verdad. No, no, no es que le esté dando la razón como a los locos, no se enoje, por favor, por favor... ¡Es que no lo vi! ¡No lo vi! ¡No lo vi! ¡No lo vi! ¿No lo entiende? ¡¡¡No lo vi!!!

–Bueno, está bien... ¿Qué le va a hacer? Si no lo vio, no lo vio. Si, si, le creo. Si, es lógico, si no lo vio ya está, no hay más que hablar. No no está siendo grosero, quédese tranquilo, yo lo entiendo.Son cosas que pasan. ¿Que le va a hacer? ¡Pero hombre! No precisa ninguna excusa, está claro que no lo vio. Tranquilícese, yo le creo. Está bien así. Lo entendí clarito de entrada, no lo vio y ya está, no hay ningún problema. Quédese tranquilo que yo no me lo tomo a mal, son cosas que pasan. Me podría haber pasado a mi mismo, tal vez. No, no, ya sé que no me está tomando el pelo. ¡Por favor! ¿Cómo voy a pensar eso? Tranquilícese que no precisa explicar más, está todo en orden. Fue un momento de estupidez y nada más. Si no lo vio, no lo vio. No, no, no dije que usted fuera un estúpido. ¡Por favor! No, no, tranquilo, tranquilo, yo no me enojo. Está todo bien, no lo vio, no es culpa suya, eso está claro. Tranquilo, tranquilo, baje el arma que está todo en orden, venga, vamos a tomar una. Guarde el revólver, por favor.

Él está por llegar

Cada hombre que pasó por tu vida te dejó su huella, desde tu padre –el primero– hasta el que estás esperando ahora –el último–. Curiosamente, piensas, ambos te dejaron el mismo tipo de huellas. El primero, las de su cinturón de cuero, el último, las de sus nudillos. El primero te quería enseñar a obedecer, el último también.
Con cada hombre que pasó por tu vida aprendiste algo. Con Roberto aprendiste a separar los muslos, con Carlos a disfrutarlo, con Jorge a odiarlo. Con Roberto también aprendiste que al subir a un ómnibus vacío había que sentarse en el fondo para no tener que ceder el asiento a embarazadas, ancianas o lisiados; que los cubiertos se ponían en el escurridor con las puntas para abajo; que el rollo del papel higiénico se colocaba al revés de como lo hacías tú; y que para los hombres el sexo es una necesidad fisiológica independiente de tus deseos (con Roberto aprendiste a cerrar los ojos y dejar hacer). Roberto además te enseñó que la fidelidad es una cualidad únicamente femenina, y eso te dolió mucho. Tanto te dolió que volviste a la casa de tus padres, y ahí aprendiste que no hay nada peor que una mujer que abandona al marido. Tu padre te miró con desprecio, más hosco que siempre; tu madre te trató de pretenciosa y te llamó fracasada. Te hundiste en el pozo que tu misma excavaste, comenzaste a tomar antidepresivos, luego alcohol, y luego apareció Carlos.
Pensaste que renacías, que la vida era maravillosa, que había justicia en el universo. Fuiste feliz, muy feliz. Cantaste, bailaste, moriste y volviste a nacer en los brazos de Carlos una y otra vez. Lo querías mucho y pensaste que él también te quería mucho a ti. Dos veranos cantaste, bailaste y moriste con Carlos, y un otoño te despertaste y viste una esquela en tu mesa de luz: No llores perderme, nunca me tuviste / yo no puedo darme, esa es mi condena, decía, y Carlos ya no estaba. Ese día aprendiste que amar no es suficiente y entendiste un tanto el despecho de Roberto.
–¿Te vas de vuelta? Ahora si te va mal, no vuelvas –te había dicho tu madre. No tu padre, tu madre te había dicho eso. Y volviste a llorar, más desamparada que antes pero tal vez por eso mismo lloraste menos que antes.
Cuando Jorge te envió el primer ramo de rosas de tu vida no dudaste un segundo. Te casaste con dos meses de embarazo. Pensaste que de esa manera ya nunca más volverías a quedarte sola. Entonces aprendiste que hay hombres que no son lo que parecen (se suponía que eso lo debías haber aprendido mucho antes pero fue recién entonces que lo aprendiste), y que una trampa puede desatar la furia. Tal vez fuera por los golpes, tal vez fuera por tu angustia, pero nunca pariste. Volviste a llorar –esta vez por los dos– y cada lágrima era seguida por un nuevo golpe. Pensaste que te lo merecías, creías que te los merecías. Callaste y seguiste cerrando los ojos y separando los muslos. Dando vuelta la cara, los dientes apretados para soportar el olor a alcohol, los puños cerrados aferrados a la sábana para soportar los suyos. Meses, años. Nadie oyó tus gritos porque nunca gritaste (“Si te va mal no vuelvas” te había dicho tu madre). Ahora estás fumando sentada frente a la mesa de tu cocina, bebiendo alcohol, escribiendo. Miras el reloj, él está por llegar. Miras el revólver y ya no lloras. Él está por llegar...

¿Es tan difícil entender eso?

Ella dijo: “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Ya me tienes harta con tus ironías y tus indirectas. ¿Hasta donde piensas llegar con eso? Insistes una y otra vez con lo mismo. ¿No te das cuentas de que aburres? Sí, aburres y aburres mucho, Dios bien sabe cuanto aburres. ¿A quien piensas convecer con esos comentarios agresivos? En realidad logras el efecto contrario al que te propones. Generas rechazo ¿No te das cuenta? No, claro que no te das cuenta, es por eso que sigues y sigues con tus ironías. Una y otra vez y otra vez de nuevo. ¿Estás buscando que me harte de ti? Pues ya lo has logrado, así que basta. Date por satisfecho y déjame tranquila. Olvídame ¿Quieres? Tan sólo eso: olvídame y haz tu vida como si yo nunca hubiera existido, que eso es lo que haré yo de ahora en más. Por eso te advierto: no gastes tu tiempo contestándome. No te escucharé, no te leeré, ni siquiera te miraré. A partir de ahora serás transparente para mí, serás como un vidrio inmaculado, miraré a través de tí sin verte. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes de lo que hablo? ¡Santo Dios! Dices que lo entiendes pero continúas con tu cantinela... ¿Qué tengo que hacer para que me dejes tranquila? Te creía más inteligente. ¿Sabes? Además de hastiarme me has decepcionado. ¿Nunca has escuchado el refrán? ¿Por qué entonces sigues respondiendo necedades? Deja eso ya, cállate de una buena vez, vive tu vida, sé feliz, olvídame, por favor, olvídame. No te amo. No quiero saber de tí nunca más. ¿Es tan difícil entender eso?”
Él la miró a los ojos, pero no le dijo nada. Aquella mujer hablaba en serio, y al fin de cuentas tal vez tuviera razón. Se dio media vuelta y se fue. Ella continuó pidiéndole que se callara hasta mucho rato después de que él se fuera. Para ese entonces él ya la había olvidado.

Las arañas y yo

Al principio las mataba sin misericordia. No bien las veía las mataba con lo primero que tuviera a mano. ¿Por qué? Pues porque desde niño me habían dicho que eran dañinas, asquerosas, peligrosas, lo peor de lo peor y por eso había que matarlas. Así fue que de la adolescencia para acá, me pasé toda la vida matando arañas. ¡Una araña, una araña! –gritaba mi madre y allí corría yo, cid campeador con la zapatilla o la escoba en la mano, según la ocasión, para aplastarla antes de que tuviera tiempo de huir. ¡Una araña, una araña!
–gritaban luego mis novias, y allí también corría yo, superman con la zapatilla en la mano. ¡Una araña, una araña! –gritaban después mis esposas y luego mis hijas, y otra vez de nuevo ahí iba yo, vengador del futuro, con el insecticida en aerosol que no daña la capa de ozono en la mano (a esa altura ya había renunciado a la zapatilla pese a las quejas de mis mujeres, que sentían el mismo terror pánico ante una araña moribunda que ante una rozagante). En fin, que así fue pasando mi vida hasta que hace unos años logré independizarme y tener un poco de paz. Cuando me mudé a esta casa, ellas ya estaban, por eso el día anterior a la mudanza rocié todas las habitaciones con insecticida y cerré herméticamente puertas y ventanas. Veinticuatro horas después, abrí, ventilé, y barrí sus cadáveres concienzudamente. Revisé las paredes y los zócalos y luego di el visto bueno a los changadores de la empresa de mudanzas para que entraran el colchón y el banquito (el bolso con ropa lo había traído yo mismo).
De ahí en adelante, lo primero que hacía todos los días al volver del trabajo era revisar si había alguna. Entraba sin hacer ruido y prendía la luz rápidamente, para no darles tiempo a esconderse. No digo todos los días, pero bueno, día por medio mataba a dos o tres. Y así fue pasando mi vida hasta que un año me fui de vacaciones. Falté de mi hogar por quince días, y cuando volví me quedé duro ante el panorama. ¡Si! ¡Telas de araña por todos los rincones! Me flaquearon las rodillas y tuve que apoyar mi dorso en el marco de la puerta para no caer desparramado en el piso. Pensé: “¡Qué injusticia! ¡El trabajo de años (tres) tirado a la basura por quince días de vacaciones! ¡No tengo perdón!”. Pero... pero, pero, pero... Hete aquí que me pongo a observar con un poco más de detenimiento y ¿qué descubro? Pues que en esas telas de araña (ahora que lo pienso, creo que eso de que tejieran sus telas contra el techo lo hicieron a propósito, para lucirse y para agradarme) se balanceaban los cadáveres de decenas de asquerosas e inmundas moscas. Como en una exposición, colgaban inertes los exoesqueletos de varias “musca doméstica”, “drosophilae”, “simuliidae”, “sarcophagidae”... hasta alguna “mayetiolae” creo que había. Y ahí pensé. Dejé mis valijas en el suelo, crucé los brazos, me tomé el mentón con la mano derecha, y pensé: ¿Para qué me pasé toda la vida matando arañas si a mí no me dan miedo? ¿Por qué voy a matar a las arañas si a mí las que me dan asco son las moscas, que son precisamente el alimento principal de las arañas domésticas? Entonces reaccioné. Sacudí la cabeza, entré las valijas, cerré la puerta, arrimé una silla del living y me senté a conferenciar.
Ese día firmamos el armisticio y acordamos un pacto de no agresión. Yo las dejaría tranquilas mientras ellas no tejieran sus telas sobre mi cama, la mesada de la cocina, el escritorio, la televisión y la mesa del comedor. Desde entonces convivimos en paz, ellas en sus alturas y yo en mis bajuras. Claro que cuando me viene a visitar alguna señorita tengo que quitar las telas. Les aviso antes, recorriendo las piezas aplaudiendo enérgicamente para darles tiempo a protegerse en sus guaridas. Luego, recorro todos los ángulos del techo con mi escobillón hasta no dejar ningún rastro de su existencia. Sé que cuando hacemos el amor ellas nos observan desde sus cuevas, casi puedo ver sus decenas de pequeños ojos múltiples brillando en la oscuridad, pero no me importa demasiado pues siempre fui un tanto exhibicionista. Me remuerde un poco la conciencia tener que obligarlas a reconstruir nuevamente sus telas una y otra vez, pero ellas saben que es necesario. No sea que en lo mejor del asunto, la señorita de turno salte de la cama despavorida al grito de “¡Una araña, una araña!”.

Los Caminos de la Libertad

I / Arvejas

Fue un segundo de distracción. Miré para otro lado y cuando volví a mirar ya no estaban. El problema era grave, porque una ensalada rusa sin arvejas no es una ensalada rusa. Yo abrí la lata, las colé y las dejé ahí, en el colador, arriba de la mesa, y de repente, miré y no estaban. Me quedé duro, paralizado.

Si las dejé ahí: ¿cómo era que ahora no estaban? –pensé y mientras pensaba, con el rabillo del ojo las vi huyendo, rodando todas hacia la puerta de la cocina. Me moví rápido, de una zancada gané la puerta y la cerré antes de que llegaran. Si lograban alcanzar el jardín las perdería para siempre, ya que se mimetizarían entre las matas de arándanos aún verdes, y sería imposible distinguirlas. Con el colador en la mano me incliné hacia ellas sonriendo, seguro de mi triunfo.

Sin embargo, las muy taimadas no detuvieron su marcha, pues entre el borde inferior de la puerta de la cocina y el piso, hay una distancia de cuatro milímetros y eso fue suficiente para que –ante mi asombro– se escaparan por ahí. En grupos de diez o doce, en hileras paralelas, todas y cada una lograron escabullirse impunemente. Pude haber aplastado a las últimas hileras con mi pie derecho, pero no tuve el valor. No me gusta la violencia y detesto la sangre, aunque sea verde.

Miré hacia afuera y las vi perderse entre los arándanos, rebotando de alegría. Está bien –pensé– ellas también tienen derecho a ser libres. Sonriendo, volví a la mesada de la cocina, puse las rodajas de zanahoria y los cubos de papa de nuevo a hervir en la cacerola, y ese día almorcé churrasco con puré. Estaba rico igual y me ahorré la mayonesa. No hay mal que por bien no venga.

II / Sardinas

También las sardinas en aceite se me quisieron escapar (claro, el aceite es resbaloso, debería haberlo tenido en cuenta, debería haber tapado bien el frasco) y en el apuro por evitarlo, me apreté el ojo con la puerta de la heladera. De atropellado no más, me quedó el ojo aprisionado por el burlete y de la impresión no podía ir ni para atrás ni para adelante, quedé ahí, congelado (bueno, si, la heladera estaba como en "6", es verdad), sin poder moverme, en parte por el dolor, en parte por el susto.

Ví las estrellas. Si, con el ojo que me quedó afuera veía por la ventana las estrellas de la noche del domingo, con el que me quedó apretado veía cómo las sardinas salían del frasco y comenzaban a galopar por la rejilla del estante de la heladera. Junté fuerzas y -tirando la cabeza hacia atrás- cerré de golpe la heladera, que justo en ese momento arrancó el motor. Escuché cómo las sardinas gritaron del susto (Las entiendo: el golpe de la puerta, el ruido del motor, la súbita oscuridad, si, no debe de haber sido fácil para ellas) y luego cómo se deslizaban de nuevo hacia la seguridad de su frasco.

Anoche no cené. Tras ponerme untisal en el globo ocular, lo vendé lo mejor que pude, me tomé un antinflamatorio y un Lexotán 6, y me fuí a dormir. Hoy me desperté mejor, todavía me duele pero se soporta. Aún no me he atrevido a abrir la heladera, estoy juntando fuerzas. Adentro es todo silencio, pero estoy seguro de que apenas abra la puerta, las sardinas saltarán nuevamente de su frasco buscando otra vez una libertad que no estoy dispuesto a concederles...

Los efectos del colesterol

Aquí viene otra vez de nuevo. La espanto pero ella siempre vuelve, una y otra vez y otra vez de nuevo... ¿La mosca es un pequeño kamikaze o es un pequeño estúpido? ¿Será que la mosca tiene una memoria muy corta y cuando vuelve a posarse sobre mí ya no se acuerda que acabo de espantarla? ¿O lo suyo es tenacidad pura? ¿Qué quiere la mosca de mí? ¿Mi sudor? ¿Mi sangre? ¿O será que lo único que quiere es molestarme por ser mamífero, de envidiosa nomás? No sé qué quiere la mosca, pero aquí viene de nuevo. Ahora la espanto con el repasador: ¡Flap! Zumba, surca el aire mi repasador cuadrillé, crea una onda expansiva que aleja la mosca. Un ratito me deja tranquilo, pero no, no escarmienta, aquí está de nuevo, posándose sobre mi antebrazo mientras escribo esto (me hace cosquillas en los pelitos). Levanto el codo, la mosca vuela, da una vuelta y vuelve a posarse, ésta vez en mi cabeza. La muevo, me duele el pescuezo, se va, vuelve. Aquí, ahora, volando frente al monitor: la mosca.
La mosca siempre vuelve. Como el sol, como las golondrinas, como las ganas de hacer pichí. Es imposible librarse de la mosca. Cuando no está es porque recién se ha ido o porque todavía no ha llegado. Aunque no la veamos, la mosca siempre está –pienso- y luego me arrepiento de haber dejado constancia de ese pensamiento. Ahora vuela a mi alrededor. Es una mosca chica y silenciosa. No, no es una de esas insoportables drosophila (esas chiquititas que andan en patota, tal vez por ser tan chicas andan en patota), esta es una mosca doméstica común y corriente. No muy grande, mas bien chica. Y silenciosa, como acabo de decir. Se posa en la bombilla del mate. ¡Ahí no! Pucha carajo. Me va a hacer enojar esta mosca.
No quiero echar insecticida porque es de mañana y de mañana mis pulmones no tolerarían esa agresión. Si echara insecticida el que me tendría que ir sería yo. La mosca seguro que lo sabe y por eso me torea. Me quedo quieto. Está posada en mi hombro derecho. Como la paloma blanca amaestrada que se posó aquella vez en el hombro de Juan Pablo II. Pero yo juro que no amaestré a esta mosca. Muevo la cabeza. La mosca vuela. Vuela en círculos. ¿La mosca no se marea? Me da envidia la mosca, con esa libertad que tiene de volar por todos lados, de llegar a los rincones más inaccesibles de mi casa. Si yo fuera una mosca podría encontrar enseguida el libro que busco en el estante de arriba del todo sin tener que subirme al banquito. Podría encontrar las alpargatas abajo de la cama sin necesidad de agacharme. Podría hacer mucho ejercicio sin salir de casa. Hasta podría embromar al vecino de al lado cuando pone las cumbias. Exacerbarlo hasta obligarlo a olvidarse de cambiar el disco. Pero no soy mosca, soy tipo.
Ahora la mosca se posó en el ecritorio frente a mí. La miro a los ojos. Me pregunto qué es lo que busca. Ella hace como que no me ve pero yo sé que me está mirando porque no lo puede evitar. La mosca ve para todos lados. Levanto una mano y me rasco la oreja. La mosca se asusta porque piensa que la quería aplastar y sale volando. La embromé. Já. A la mosca no se le ocurre que yo nunca ensuciaría mi escritorio con su sangre. Porque las moscas tienen sangre como nosotros. Yo una vez aplasté una y la vi. La mosca no es como el mosquito, que usa la sangre de uno. No, la mosca tiene sangre propia, roja, pastosa, como con mucho colesterol del malo. Bueno, con las cosas que come, la mosca seguro que tiene colesterol. ¡Claro! Por eso tiene esa conducta errática y esa mala memoria. La mosca tiene arterioesclerosis. Se me ocurre una idea. Abro la ventana de par en par. Me retiro a la otra esquina de la habitación. Busco a la mosca. Está parada patas arriba en el techo. Eso también me da envidia. La mosca camina por las paredes como Donald O’Connor en Cantando Bajo la Lluvia. Espero. La mosca hace como que no se da cuenta de que abrí la ventana. Bueno, a lo mejor está distraída. Agito nuevamente el repasador cuadrillé, trato de que vea que la ventana está abierta. La mosca abandona el techo, da unos vuelos en círculos y entonces sí: ve la ventana y se zambulle por ella hacia la libertad. Pienso: pobrecita, me estaba pidiendo para salir...

No me vas a creer

–El otro día me pasó una cosa increíble...
–¿Me das fuego?
–Si, tomá. No te hacés una idea. Lo primero que pensé fue: “el Claudio no me va a creer cuando se lo cuente”. Resulta que yo venía caminando por la plaza y de repente...
–Dame el yesquero de vuelta que no prendió.
–Si, a ver... parece que ahora agarró. Bueno, resulta que...
–Los cigarros vienen cada vez peor, andá a saber qué porquería le meten. Cualquier cosa menos tabaco. ¿No te parece?
–Si, claro, pero escuchá. Vengo caminando por la plaza y de repente veo que...
–Está fea la plaza ¿no? Llena de pichis, está. Antes no era así.
–Bueno, pero vengo caminando por la plaza y entonces...
–¿Vos no pensás que antes las plazas estaban mucho mas limpias?
–Si, si, pero dejame contarte.
–Claro, dale, contá, contá tranquilo.
–Resulta que vengo caminando por la plaza y de repente me encuentro ¿a qué no sabés con quién?
–Perá, ¿pedimos otra cerveza?
–Si, pedí. Miro para adelante y me encuentro con...
–¡Mozo! ¡Otra cerveza! Dale, seguí.
–Bueno, que miro para adelante y me encuentro nada menos que con Susana. ¿Te das cuenta?
–De qué.
–¡De que después de tantos años me vengo a encontrar con Susana cara a cara en la plaza! Cuando la ví, me dije, esto se lo tengo que contar al Claudio, no me va a creer.
–Dáme fuego.
–Tomá, quedate con el yesquero. Entonces ella agarra y me mira a la cara, y no me vas a creer...
–Se le gastó la piedra, parece. A ver, no, se mojó la ruedita. ¡Salud!
–Si, salud, bueno y entonces ella que me mira y yo que la miro...
–¡Mozo! ¿Puede ser una caja de fósforos? ¿Y entonces?
–Entonces, no me lo vas a creer, ella me sonríe y me dice...
–Gracias, ¿cuanto se debe?
–¿Todo?
–Si, todo. Dejá que pago yo.
–Ochenta y cuatro pesos
–Está bien así.
–Gracias
–Che, Raúl, te dejo, en 10 minutos tengo que encontrarme con Susana, y si no me voy ahora no llego. Después me seguís contando. ¿Sí?.
–Si, chau... Bo, Claudio, devolveme el yesquero ¿querés?.



La memoria de Juan


Juan tiene pocos recuerdos de la niñez, y la mayoría son de segunda mano. Se acuerda de muchas cosas que hizo porque se las contaron, y recuerda lugares en los que estuvo tan sólo porque hay fotos que así lo atestiguan. Por ejemplo: Juan no tiene el más mínimo recuerdo del único día en que la abuela paterna lo llevó al Parque Rodó. Sabe que eso sucedió porque hay una foto en la que él aparece montado en un pony mientras la abuela mira adusta a la cámara sosteniendo afectadamente las riendas. Tampoco recuerda el día en que –a los cinco años– corrigió a un amigo del padre que había dicho “zanagoria” en lugar de zanahoria. Sabe que hizo eso porque sus padres no se aburrían de contarlo a terceros cada vez que podían. Y así casi todo. Juan tiene la sensación de no haber vivido ciertas partes de su infancia, que le parecen una película en la que un niño actor interpreta su papel. La memoria de Juan está llena de olvidos.

De otras cosas, Juan se acuerda como si hubieran sucedido ayer. Por ejemplo, de cuando su padrino lo llevaba a juntar bosta de vaca para abonar la quinta; sentado mirando hacia atrás en una tabla apoyada en los mangos de la carretilla. Recuerda claramente cómo el traqueteo de la rueda de hierro por el camino de balastro se transformaba en un roce sutil cuando la carretilla giraba noventa grados y comenzaba a deslizarse sobre el pasto. Recuerda el suave olor de la bosta seca tapada con una vieja bolsa de arpillera. Recuerda también que lo bañaba con una jarra enlozada en un gran latón de hojalata que instalaba en una habitación muy pequeña con piso de ladrillos. Recuerda una olla de aluminio llena de agua hirviendo haciendo equilibrio sobre un calentador de sombrero carmesí y rabiosa llama azulada. Recuerda con qué cariño lo envolvía luego en un gran toallón blanco y lo sentaba junto al fuego para que no tomara frío. Recuerda –recordará siempre– la tristeza que tenía el rostro con que él lo miró la última vez de todas, acostado en el lecho de muerte. Una tristeza inmensa, infinita. Una tristeza que embarga el alma de Juan hasta el día de hoy y aún lo hace llorar cuando el recuerdo aflora. Lo miraba como pidiendo perdón por irse tan pronto, cuando él sólo tenía apenas siete años. Triste, tristísimo, el hombre más triste del mundo que se daba cuenta de todos los años de amor que se perderían para siempre.
Juan también se acuerda de cuando para evitar que se golpeara contra el suelo, la abuela materna lo tomó de la muñeca izquierda mientras caía desde el respaldo de la silla al que se había trepado. Ahora mismo, cincuenta años después, Juan mira la cara interna de su muñeca izquierda y ve la marca del involuntario arañón que ese día le produjo la uña del meñique derecho de la abuela. No le dolió, ni siquiera sangró. Pero la marca quedó allí para toda la vida, como un recuerdo indeleble de la abuela que más lo quiso, que él más quería, y que más temprano se murió.

Cosa curiosa, Juan no se acuerda de las voces. Ni de la de su padrino, ni de la de su abuela, ni la de su tío materno, con quien una Navidad, en el comedor del fondo, hicieron la travesura de comerse toda la cáscara de un queso gruyere. “Es lo más rico” decía el tío mientras Juan –fascinado– se esforzaba en masticar la parte más dura del queso, queriendo inútilmente sentir el mismo placer. Su tío materno también murió cuando él era chico. Era compañero de pesca de su padre, y en los veranos los dos pasaban las tardes tirando el reel en Punta del Canario mientras Juan buscaba entre las rocas muditas de cangrejos para la carnada, o recorría las marismas costeras inspeccionándolo todo. Recuerda que en esa multitud de pequeñas piscinas había mojarritas y cangrejos, muchos cangrejos. De los colorados,con grandes pinzas, y de los marroncitos con pinzas pequeñas. Algunos de esos cangrejos eran llevados a la casa para servir de carnadas en futuras pescas, y de tanto en tanto Juan no podía resistirse a enarenar al más grande y soltarlo en el porche para que las niñas –cuando había alguna niña en la casa– se asustaran creyendo que era una araña. También recuerda que el padre nunca más fue de pesca en los treinta años que transcurrieron entre la muerte de su cuñado y la suya propia. Juan nunca vio una lágrima en el rostro de su padre. Nunca, lo que se dice nunca. Ni cuando murió su padrino, ni cuando murió su tío, ni cuando murió su madre, ni cuando murieron sus abuelos. Pero a veces lo descubría en el galpón del fondo, solo y callado, mirando las cañas y los reeles estibados contra el techo.
Juan aprendió mucho de su padre y de su madre. A los nueve años –por ejemplo– aprendió que los maridos les pegaban a sus esposas. Fue una noche de verano. Juan estaba durmiendo pero sintió el lastimero “dejame” de la madre. Se despertó sobresaltado, creyendo que estaba teniendo una pesadilla, pero escuchó unos extraños ruidos de forcejeos que lo hicieron levantarse de la cama. Temblando, sigiloso, cruzó el zaguán que separaba su cuarto del de sus padres. La puerta estaba entornada pero no había nadie allí. Los rumores y los forcejeos parecían venir de la pieza contigua. Los piececitos descalzos de Juan pisaron con cuidado las viejas tablas de la pieza con techos de bovedilla para que no hicieran ruido, y se fue acercando a la puerta que daba a ella. Estaba entornada y Juan la abrió. Entonces los vio y se cruzaron las tres miradas. La atónita de Juan, la húmeda de su madre, arrinconada en una esquina de la habitación, y la alcohólica de su padre, agarrando con la mano derecha el brazo de su madre y con la izquierda el mango de un plumero. La lección duró talvez menos de un segundo. Durante ese interminable segundo quedaron inmóviles los tres, hasta que Juan cerró la puerta de un golpe y se fue corriendo a la cama. Él también tenía los ojos húmedos como su madre. Siguió temblando, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta del cuarto y entrara el horror. Sin embargo, no entró nadie, ni su padre, ni su madre, y el horror ya estaba adentro suyo. En toda la casa reinó un ominoso silencio, el silencio más callado que recuerda Juan. Esa noche no durmió pero a nadie le importó. Al otro día, su padre se fue a trabajar y su madre lo despertó con el desayuno como todos los días, como si no hubiera pasado nada. Nada dijo entonces (ni diría nada nunca), y por un momento pensó que todo había sido una pesadilla, pero allí estaba el moretón en el brazo izquierdo de su madre.

La memoria de Juan guarda sólo una imagen de su abuelo materno. Es la de un hombre viejo y vencido, avergonzado de que su nieto de cinco años, se aterrroizara al verlo y se escondiera debajo del pupitre de la maestra para no irse con él de la escuela. Aferrado a una pata de la mesa, Juan no lo miraba pero lo veía; azorado, desconcertado, tan distinto al Padre Padrone que las historias de la madre y de la abuela le habían grabado en la memoria. Juan recuerda los inútiles esfuerzos de la maestra por convencerlo de que abandonara el refugio, y que cuando el abuelo al fin se rindió y se fue, desolado, comenzó a temblar, y que la maestra lo estuvo abrazando hasta que su padrino vino a rescatarlo. Su madre siempre contaba los castigos y las crueldades a las que el “Patrón” (nunca le dijo Papá) la sometía a ella y a su tío. Con el tiempo, Juan supo que el Patrón también le pegaba a su abuela, y que esa fue la razón por la que se divorciaron cuando tenían 60 años. Juan sabía que un 6 de enero su madre y su tío habían encontrado como regalo de los Reyes Magos las zapatillas llenas de ceniza y que desconcertados miraron al Patrón buscando una respuesta y él les dijo: “Questo é perche se portarone male.” Juan sabía que ese día su madre y su tío habían llorado mucho y que además era mentira eso de que se habían portado mal. Por eso no quiso irse con él.

A los ocho años, sus padres le dijeron a Juan que lo iban a internar en el sanatorio para sacarle una placa de tórax y Juan les creyó porque los padres no mienten. Recuerda que a la tardecita de un día de febrero entró en el sanatorio y lo instalaron en una sala con otro niño de su misma edad. En algún momento quedaron solos y se contaron para qué estaban ahí. El otro niño le dijo que lo iban a operar de las amígdalas, y Juan le contó que a él no, que a él sólo le iban a sacar una placa. Juan recuerda que pensó que ese otro niño era un necio cuando se rió y le dijo “Andá... a vos también te van a operar...¡mirá si te van a internar para sacarte una placa!” Juan se enojó mucho con ese otro niño que indirectamente acusaba de mentirosos a sus padres. Indignado, dejó de hablarle y se durmió. Cuando despertó sintió la garganta reseca. Quiso pedir agua pero no pudo. Estaba mudo. Se tocó el cuello porque sentía como si le hubieran puesto una bufanda tan, pero tan apretada que apenas podía respirar. Cuando vio la cara tristísima de su madre contra el techo de la habitación, comprendió todo. Miró hacia la cama de al lado y el otro niño le respondió con una sonrisa solidaria. Juan lloró. Su madre quiso consolarlo pero no pudo. Luego, comió quilos de helado, lo cuidaron, lo mimaron, lo regalaron, lo consintieron, lo malcriaron; pero fue inútil.
Juan tuvo un tío que murió antes de nacer su padre. Es más, su padre nació porque murió su tío. También se llamaba Juan, pero le decían Juancito y tenía todos los dones que se pueden esperar de un hijo. Era hermoso, obediente, cariñoso e inteligente, muy inteligente. Sus abuelos guardaban como un tesoro los cuadernos de escuela de Juancito. Juan los encontró un día y ahí recién se enteró de que había tenido un tío paterno que había muerto a los 12 años al caer por la claraboya abierta mientras remontaba una cometa en la azotea de la misma casa en la que él vivía entonces. A su padre no le gustaba mucho hablar de su hermano muerto, y con el tiempo Juan entendió por qué. Su padre sabía que si Juancito no hubiera muerto, él no habría sido concebido; pero además, ante cada uno de sus fracasos o sus renuncias, sus padres respondían imaginando qué hubiera hecho Juancito en su lugar. Fue así que vivió toda la vida bajo esa sombra, intentado emular al hermano muerto, pero más que nada intentando ocupar el terrible vacío que había dejado en los corazones de sus padres. Nunca lo logró.

En la escuela, Juan no fue demasiado buen alumno. En primer año, la maestra Orfilia lo llamaba “ardillita” porque era muy inquieto en clase. Por suerte nadie más pareció haber estado de acuerdo con ella, pues el sobrenombre no prosperó. Fue la maestra Orfilia la que escribió en la libreta de calificaciones el comentario que le acompañaría hasta que dejó la escuela: “Debe y Puede esforzarse más”. Lo que hacía que Juan estuviera siempre entre los mejores de la clase era que su padre le hacía muchos de sus deberes, principalmente las redacciones. ¡Escribía cada cosas más lindas! Al principio, Juan se ponía muy triste cuando su padre rompía la redacción que había escrito y comenzaba a dictarle otra. Después se acostumbró y comenzó a sentirse orgulloso de tener un padre más inteligente que los de los demás.
Su momento de mayor gloria fue en quinto año, cuando él y su padre ganaron el concurso de la fábrica de galletitas “El Trigal” sobre “Los barrios de mi ciudad”. El asunto era así: los adultos de todos los barrios y los chiquilines de todas las escuelas de Montevideo tenían que escribir una composición titulada “Mi barrio”. Luego, un jurado elegía la mejor composición de cada barrio y de cada escuela. Como no podía ser de otra manera, el padre de Juan escribió las composiciones que ganaron ambos concursos. Un día, un gran auto negro vino a buscar a Juan y sus padres para llevarlos hasta un canal de televisión, donde la conductora del programa de “Los Barrios” lo felicitó, le acarició la cabecita, le dio un beso, y le entregó frente a cámaras una medalla, un diploma, y un montón de galletitas. Por unos meses, fue el niño más famoso de su escuela.

Otro concurso que el padre de Juan ganó para él, fue el que hizo la Liga Antialcohólica. Había que escribir una composición sobre “Consecuencias del Alcoholismo”, y como Juan no entendía nada de eso, su padre (entre caña y caña) se mandó una composición que le valió otro diploma. El día en que lo fue a recibir, algo le pasó a Juan. Comenzó a marearse y no sabía por qué. Mientras las señoras de la Liga Antialcohólica convidaban con masitas y refrescos, Juan sintió que se asfixiaba. “Me siento mal, me quiero ir”, decía una y otra vez desde el poco más del metro de altura de sus diez años. Al principio, sus padres se desconcertaron. Luego, su padre se enojó. Juan se acuerda de que en el taxi de vuelta su madre lo abrazaba y lo acariciaba y su padre iba sentado adelante mirando serio para afuera.
Pero al año siguiente Juan decidió independizarse literariamente de su padre. Unos días antes del 25 de Agosto, la maestra encargó una redacción sobre el Día de la Independencia. Juan no le dijo nada a su padre porque se acordó que en un viejísimo libro escolar con el que jugaba desde hacía años, había una composición lindísima sobre esa fecha. Antes de prender fuego al libro, copió de puño y letra la composición en una hoja de deberes. A la maestra le gustó tanto la redacción de Juan, que se la mostró a la directora de la escuela; y a la directora de la escuela le gustó tanto tanto, que le pidió a Juan que la leyera en el acto del 25 de Agosto. Ya no podía dar marcha atrás: tuvo que decir que sí. El padre de Juan sospechó algo pero nunca dijo ni preguntó nada. Así fue que ese día, luego de que los niños cantaran el himno nacional, Juan leyó su composición plagiada (más nervioso que orgulloso) en un patio de la escuela lleno de niños, padres y maestras. Cuando terminó el acto, el profesor de gimnasia se le acercó y le preguntó “si no le prestaba la composición”. A Juan se le aflojaron las rodillas y respondió que no porque pensó que el “profe” se había dado cuenta de la falsificación. Pero no, no era eso. Al fracasar en su intento de apropiarse gratuitamente del excelente texto, el profesor de gimnasia le dijo si no quería ir a leerlo al acto del 25 de Agosto que iban a hacer el sábado en la Plaza de Deportes del Barrio. Otra vez no tuvo Juan más remedio que decir que sí, y allá fue de nuevo a leer el artículo escrito por vaya a saberse quién, ante varios cientos de desconocidos (y hasta con micrófono). ¡Cómo transpiró! Hacía frío, pero Juan transpiró mucho porque tenía miedo de que alguien se diera cuenta de su fraude. Ese día, cuando volvio a su casa, Juan tiró la composición a la basura y luego lloró. Lloró mucho.

Si, Juan tiene pocos recuerdos de su niñez, y cuando esos recuerdos le asaltan sin previo aviso, desearía tener aún menos.

In Hoc Signo Vinces...

Es el 27 de octubre del año 312, las tropas de Constantino el Grande marchan al encuentro de las de Majencio. En las cercanías del Puente Milvio Constantino mira el cielo, ve una imagen formarse frente al Sol y escucha una voz que le dice: “Con este signo vencerás”. Esa noche tiene un sueño en el que se le ordena cambiar el símbolo de sus estandartes por la imagen que ha visto en su visión. A la mañana siguiente, ordena sustituir las águilas por la Estrella de David...