Este libro virtual se llamó en un principio "Obras Escogidas - I", por aquello de que toda selección es una elección. También se hubiera podido llamar "15 cuentos en busca de un editor", pero no sería un título sincero ya que ni mis cuentos ni yo nos hemos abocado en algún momento a esa tarea. Al final, se llama como se llama porque así se llama. Sea como sea, aquí está mi primer libro de cuentos. Pase y lea, es gratis.

La memoria de Juan


Juan tiene pocos recuerdos de la niñez, y la mayoría son de segunda mano. Se acuerda de muchas cosas que hizo porque se las contaron, y recuerda lugares en los que estuvo tan sólo porque hay fotos que así lo atestiguan. Por ejemplo: Juan no tiene el más mínimo recuerdo del único día en que la abuela paterna lo llevó al Parque Rodó. Sabe que eso sucedió porque hay una foto en la que él aparece montado en un pony mientras la abuela mira adusta a la cámara sosteniendo afectadamente las riendas. Tampoco recuerda el día en que –a los cinco años– corrigió a un amigo del padre que había dicho “zanagoria” en lugar de zanahoria. Sabe que hizo eso porque sus padres no se aburrían de contarlo a terceros cada vez que podían. Y así casi todo. Juan tiene la sensación de no haber vivido ciertas partes de su infancia, que le parecen una película en la que un niño actor interpreta su papel. La memoria de Juan está llena de olvidos.

De otras cosas, Juan se acuerda como si hubieran sucedido ayer. Por ejemplo, de cuando su padrino lo llevaba a juntar bosta de vaca para abonar la quinta; sentado mirando hacia atrás en una tabla apoyada en los mangos de la carretilla. Recuerda claramente cómo el traqueteo de la rueda de hierro por el camino de balastro se transformaba en un roce sutil cuando la carretilla giraba noventa grados y comenzaba a deslizarse sobre el pasto. Recuerda el suave olor de la bosta seca tapada con una vieja bolsa de arpillera. Recuerda también que lo bañaba con una jarra enlozada en un gran latón de hojalata que instalaba en una habitación muy pequeña con piso de ladrillos. Recuerda una olla de aluminio llena de agua hirviendo haciendo equilibrio sobre un calentador de sombrero carmesí y rabiosa llama azulada. Recuerda con qué cariño lo envolvía luego en un gran toallón blanco y lo sentaba junto al fuego para que no tomara frío. Recuerda –recordará siempre– la tristeza que tenía el rostro con que él lo miró la última vez de todas, acostado en el lecho de muerte. Una tristeza inmensa, infinita. Una tristeza que embarga el alma de Juan hasta el día de hoy y aún lo hace llorar cuando el recuerdo aflora. Lo miraba como pidiendo perdón por irse tan pronto, cuando él sólo tenía apenas siete años. Triste, tristísimo, el hombre más triste del mundo que se daba cuenta de todos los años de amor que se perderían para siempre.
Juan también se acuerda de cuando para evitar que se golpeara contra el suelo, la abuela materna lo tomó de la muñeca izquierda mientras caía desde el respaldo de la silla al que se había trepado. Ahora mismo, cincuenta años después, Juan mira la cara interna de su muñeca izquierda y ve la marca del involuntario arañón que ese día le produjo la uña del meñique derecho de la abuela. No le dolió, ni siquiera sangró. Pero la marca quedó allí para toda la vida, como un recuerdo indeleble de la abuela que más lo quiso, que él más quería, y que más temprano se murió.

Cosa curiosa, Juan no se acuerda de las voces. Ni de la de su padrino, ni de la de su abuela, ni la de su tío materno, con quien una Navidad, en el comedor del fondo, hicieron la travesura de comerse toda la cáscara de un queso gruyere. “Es lo más rico” decía el tío mientras Juan –fascinado– se esforzaba en masticar la parte más dura del queso, queriendo inútilmente sentir el mismo placer. Su tío materno también murió cuando él era chico. Era compañero de pesca de su padre, y en los veranos los dos pasaban las tardes tirando el reel en Punta del Canario mientras Juan buscaba entre las rocas muditas de cangrejos para la carnada, o recorría las marismas costeras inspeccionándolo todo. Recuerda que en esa multitud de pequeñas piscinas había mojarritas y cangrejos, muchos cangrejos. De los colorados,con grandes pinzas, y de los marroncitos con pinzas pequeñas. Algunos de esos cangrejos eran llevados a la casa para servir de carnadas en futuras pescas, y de tanto en tanto Juan no podía resistirse a enarenar al más grande y soltarlo en el porche para que las niñas –cuando había alguna niña en la casa– se asustaran creyendo que era una araña. También recuerda que el padre nunca más fue de pesca en los treinta años que transcurrieron entre la muerte de su cuñado y la suya propia. Juan nunca vio una lágrima en el rostro de su padre. Nunca, lo que se dice nunca. Ni cuando murió su padrino, ni cuando murió su tío, ni cuando murió su madre, ni cuando murieron sus abuelos. Pero a veces lo descubría en el galpón del fondo, solo y callado, mirando las cañas y los reeles estibados contra el techo.
Juan aprendió mucho de su padre y de su madre. A los nueve años –por ejemplo– aprendió que los maridos les pegaban a sus esposas. Fue una noche de verano. Juan estaba durmiendo pero sintió el lastimero “dejame” de la madre. Se despertó sobresaltado, creyendo que estaba teniendo una pesadilla, pero escuchó unos extraños ruidos de forcejeos que lo hicieron levantarse de la cama. Temblando, sigiloso, cruzó el zaguán que separaba su cuarto del de sus padres. La puerta estaba entornada pero no había nadie allí. Los rumores y los forcejeos parecían venir de la pieza contigua. Los piececitos descalzos de Juan pisaron con cuidado las viejas tablas de la pieza con techos de bovedilla para que no hicieran ruido, y se fue acercando a la puerta que daba a ella. Estaba entornada y Juan la abrió. Entonces los vio y se cruzaron las tres miradas. La atónita de Juan, la húmeda de su madre, arrinconada en una esquina de la habitación, y la alcohólica de su padre, agarrando con la mano derecha el brazo de su madre y con la izquierda el mango de un plumero. La lección duró talvez menos de un segundo. Durante ese interminable segundo quedaron inmóviles los tres, hasta que Juan cerró la puerta de un golpe y se fue corriendo a la cama. Él también tenía los ojos húmedos como su madre. Siguió temblando, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta del cuarto y entrara el horror. Sin embargo, no entró nadie, ni su padre, ni su madre, y el horror ya estaba adentro suyo. En toda la casa reinó un ominoso silencio, el silencio más callado que recuerda Juan. Esa noche no durmió pero a nadie le importó. Al otro día, su padre se fue a trabajar y su madre lo despertó con el desayuno como todos los días, como si no hubiera pasado nada. Nada dijo entonces (ni diría nada nunca), y por un momento pensó que todo había sido una pesadilla, pero allí estaba el moretón en el brazo izquierdo de su madre.

La memoria de Juan guarda sólo una imagen de su abuelo materno. Es la de un hombre viejo y vencido, avergonzado de que su nieto de cinco años, se aterrroizara al verlo y se escondiera debajo del pupitre de la maestra para no irse con él de la escuela. Aferrado a una pata de la mesa, Juan no lo miraba pero lo veía; azorado, desconcertado, tan distinto al Padre Padrone que las historias de la madre y de la abuela le habían grabado en la memoria. Juan recuerda los inútiles esfuerzos de la maestra por convencerlo de que abandonara el refugio, y que cuando el abuelo al fin se rindió y se fue, desolado, comenzó a temblar, y que la maestra lo estuvo abrazando hasta que su padrino vino a rescatarlo. Su madre siempre contaba los castigos y las crueldades a las que el “Patrón” (nunca le dijo Papá) la sometía a ella y a su tío. Con el tiempo, Juan supo que el Patrón también le pegaba a su abuela, y que esa fue la razón por la que se divorciaron cuando tenían 60 años. Juan sabía que un 6 de enero su madre y su tío habían encontrado como regalo de los Reyes Magos las zapatillas llenas de ceniza y que desconcertados miraron al Patrón buscando una respuesta y él les dijo: “Questo é perche se portarone male.” Juan sabía que ese día su madre y su tío habían llorado mucho y que además era mentira eso de que se habían portado mal. Por eso no quiso irse con él.

A los ocho años, sus padres le dijeron a Juan que lo iban a internar en el sanatorio para sacarle una placa de tórax y Juan les creyó porque los padres no mienten. Recuerda que a la tardecita de un día de febrero entró en el sanatorio y lo instalaron en una sala con otro niño de su misma edad. En algún momento quedaron solos y se contaron para qué estaban ahí. El otro niño le dijo que lo iban a operar de las amígdalas, y Juan le contó que a él no, que a él sólo le iban a sacar una placa. Juan recuerda que pensó que ese otro niño era un necio cuando se rió y le dijo “Andá... a vos también te van a operar...¡mirá si te van a internar para sacarte una placa!” Juan se enojó mucho con ese otro niño que indirectamente acusaba de mentirosos a sus padres. Indignado, dejó de hablarle y se durmió. Cuando despertó sintió la garganta reseca. Quiso pedir agua pero no pudo. Estaba mudo. Se tocó el cuello porque sentía como si le hubieran puesto una bufanda tan, pero tan apretada que apenas podía respirar. Cuando vio la cara tristísima de su madre contra el techo de la habitación, comprendió todo. Miró hacia la cama de al lado y el otro niño le respondió con una sonrisa solidaria. Juan lloró. Su madre quiso consolarlo pero no pudo. Luego, comió quilos de helado, lo cuidaron, lo mimaron, lo regalaron, lo consintieron, lo malcriaron; pero fue inútil.
Juan tuvo un tío que murió antes de nacer su padre. Es más, su padre nació porque murió su tío. También se llamaba Juan, pero le decían Juancito y tenía todos los dones que se pueden esperar de un hijo. Era hermoso, obediente, cariñoso e inteligente, muy inteligente. Sus abuelos guardaban como un tesoro los cuadernos de escuela de Juancito. Juan los encontró un día y ahí recién se enteró de que había tenido un tío paterno que había muerto a los 12 años al caer por la claraboya abierta mientras remontaba una cometa en la azotea de la misma casa en la que él vivía entonces. A su padre no le gustaba mucho hablar de su hermano muerto, y con el tiempo Juan entendió por qué. Su padre sabía que si Juancito no hubiera muerto, él no habría sido concebido; pero además, ante cada uno de sus fracasos o sus renuncias, sus padres respondían imaginando qué hubiera hecho Juancito en su lugar. Fue así que vivió toda la vida bajo esa sombra, intentado emular al hermano muerto, pero más que nada intentando ocupar el terrible vacío que había dejado en los corazones de sus padres. Nunca lo logró.

En la escuela, Juan no fue demasiado buen alumno. En primer año, la maestra Orfilia lo llamaba “ardillita” porque era muy inquieto en clase. Por suerte nadie más pareció haber estado de acuerdo con ella, pues el sobrenombre no prosperó. Fue la maestra Orfilia la que escribió en la libreta de calificaciones el comentario que le acompañaría hasta que dejó la escuela: “Debe y Puede esforzarse más”. Lo que hacía que Juan estuviera siempre entre los mejores de la clase era que su padre le hacía muchos de sus deberes, principalmente las redacciones. ¡Escribía cada cosas más lindas! Al principio, Juan se ponía muy triste cuando su padre rompía la redacción que había escrito y comenzaba a dictarle otra. Después se acostumbró y comenzó a sentirse orgulloso de tener un padre más inteligente que los de los demás.
Su momento de mayor gloria fue en quinto año, cuando él y su padre ganaron el concurso de la fábrica de galletitas “El Trigal” sobre “Los barrios de mi ciudad”. El asunto era así: los adultos de todos los barrios y los chiquilines de todas las escuelas de Montevideo tenían que escribir una composición titulada “Mi barrio”. Luego, un jurado elegía la mejor composición de cada barrio y de cada escuela. Como no podía ser de otra manera, el padre de Juan escribió las composiciones que ganaron ambos concursos. Un día, un gran auto negro vino a buscar a Juan y sus padres para llevarlos hasta un canal de televisión, donde la conductora del programa de “Los Barrios” lo felicitó, le acarició la cabecita, le dio un beso, y le entregó frente a cámaras una medalla, un diploma, y un montón de galletitas. Por unos meses, fue el niño más famoso de su escuela.

Otro concurso que el padre de Juan ganó para él, fue el que hizo la Liga Antialcohólica. Había que escribir una composición sobre “Consecuencias del Alcoholismo”, y como Juan no entendía nada de eso, su padre (entre caña y caña) se mandó una composición que le valió otro diploma. El día en que lo fue a recibir, algo le pasó a Juan. Comenzó a marearse y no sabía por qué. Mientras las señoras de la Liga Antialcohólica convidaban con masitas y refrescos, Juan sintió que se asfixiaba. “Me siento mal, me quiero ir”, decía una y otra vez desde el poco más del metro de altura de sus diez años. Al principio, sus padres se desconcertaron. Luego, su padre se enojó. Juan se acuerda de que en el taxi de vuelta su madre lo abrazaba y lo acariciaba y su padre iba sentado adelante mirando serio para afuera.
Pero al año siguiente Juan decidió independizarse literariamente de su padre. Unos días antes del 25 de Agosto, la maestra encargó una redacción sobre el Día de la Independencia. Juan no le dijo nada a su padre porque se acordó que en un viejísimo libro escolar con el que jugaba desde hacía años, había una composición lindísima sobre esa fecha. Antes de prender fuego al libro, copió de puño y letra la composición en una hoja de deberes. A la maestra le gustó tanto la redacción de Juan, que se la mostró a la directora de la escuela; y a la directora de la escuela le gustó tanto tanto, que le pidió a Juan que la leyera en el acto del 25 de Agosto. Ya no podía dar marcha atrás: tuvo que decir que sí. El padre de Juan sospechó algo pero nunca dijo ni preguntó nada. Así fue que ese día, luego de que los niños cantaran el himno nacional, Juan leyó su composición plagiada (más nervioso que orgulloso) en un patio de la escuela lleno de niños, padres y maestras. Cuando terminó el acto, el profesor de gimnasia se le acercó y le preguntó “si no le prestaba la composición”. A Juan se le aflojaron las rodillas y respondió que no porque pensó que el “profe” se había dado cuenta de la falsificación. Pero no, no era eso. Al fracasar en su intento de apropiarse gratuitamente del excelente texto, el profesor de gimnasia le dijo si no quería ir a leerlo al acto del 25 de Agosto que iban a hacer el sábado en la Plaza de Deportes del Barrio. Otra vez no tuvo Juan más remedio que decir que sí, y allá fue de nuevo a leer el artículo escrito por vaya a saberse quién, ante varios cientos de desconocidos (y hasta con micrófono). ¡Cómo transpiró! Hacía frío, pero Juan transpiró mucho porque tenía miedo de que alguien se diera cuenta de su fraude. Ese día, cuando volvio a su casa, Juan tiró la composición a la basura y luego lloró. Lloró mucho.

Si, Juan tiene pocos recuerdos de su niñez, y cuando esos recuerdos le asaltan sin previo aviso, desearía tener aún menos.