Este libro virtual se llamó en un principio "Obras Escogidas - I", por aquello de que toda selección es una elección. También se hubiera podido llamar "15 cuentos en busca de un editor", pero no sería un título sincero ya que ni mis cuentos ni yo nos hemos abocado en algún momento a esa tarea. Al final, se llama como se llama porque así se llama. Sea como sea, aquí está mi primer libro de cuentos. Pase y lea, es gratis.

Él está por llegar

Cada hombre que pasó por tu vida te dejó su huella, desde tu padre –el primero– hasta el que estás esperando ahora –el último–. Curiosamente, piensas, ambos te dejaron el mismo tipo de huellas. El primero, las de su cinturón de cuero, el último, las de sus nudillos. El primero te quería enseñar a obedecer, el último también.
Con cada hombre que pasó por tu vida aprendiste algo. Con Roberto aprendiste a separar los muslos, con Carlos a disfrutarlo, con Jorge a odiarlo. Con Roberto también aprendiste que al subir a un ómnibus vacío había que sentarse en el fondo para no tener que ceder el asiento a embarazadas, ancianas o lisiados; que los cubiertos se ponían en el escurridor con las puntas para abajo; que el rollo del papel higiénico se colocaba al revés de como lo hacías tú; y que para los hombres el sexo es una necesidad fisiológica independiente de tus deseos (con Roberto aprendiste a cerrar los ojos y dejar hacer). Roberto además te enseñó que la fidelidad es una cualidad únicamente femenina, y eso te dolió mucho. Tanto te dolió que volviste a la casa de tus padres, y ahí aprendiste que no hay nada peor que una mujer que abandona al marido. Tu padre te miró con desprecio, más hosco que siempre; tu madre te trató de pretenciosa y te llamó fracasada. Te hundiste en el pozo que tu misma excavaste, comenzaste a tomar antidepresivos, luego alcohol, y luego apareció Carlos.
Pensaste que renacías, que la vida era maravillosa, que había justicia en el universo. Fuiste feliz, muy feliz. Cantaste, bailaste, moriste y volviste a nacer en los brazos de Carlos una y otra vez. Lo querías mucho y pensaste que él también te quería mucho a ti. Dos veranos cantaste, bailaste y moriste con Carlos, y un otoño te despertaste y viste una esquela en tu mesa de luz: No llores perderme, nunca me tuviste / yo no puedo darme, esa es mi condena, decía, y Carlos ya no estaba. Ese día aprendiste que amar no es suficiente y entendiste un tanto el despecho de Roberto.
–¿Te vas de vuelta? Ahora si te va mal, no vuelvas –te había dicho tu madre. No tu padre, tu madre te había dicho eso. Y volviste a llorar, más desamparada que antes pero tal vez por eso mismo lloraste menos que antes.
Cuando Jorge te envió el primer ramo de rosas de tu vida no dudaste un segundo. Te casaste con dos meses de embarazo. Pensaste que de esa manera ya nunca más volverías a quedarte sola. Entonces aprendiste que hay hombres que no son lo que parecen (se suponía que eso lo debías haber aprendido mucho antes pero fue recién entonces que lo aprendiste), y que una trampa puede desatar la furia. Tal vez fuera por los golpes, tal vez fuera por tu angustia, pero nunca pariste. Volviste a llorar –esta vez por los dos– y cada lágrima era seguida por un nuevo golpe. Pensaste que te lo merecías, creías que te los merecías. Callaste y seguiste cerrando los ojos y separando los muslos. Dando vuelta la cara, los dientes apretados para soportar el olor a alcohol, los puños cerrados aferrados a la sábana para soportar los suyos. Meses, años. Nadie oyó tus gritos porque nunca gritaste (“Si te va mal no vuelvas” te había dicho tu madre). Ahora estás fumando sentada frente a la mesa de tu cocina, bebiendo alcohol, escribiendo. Miras el reloj, él está por llegar. Miras el revólver y ya no lloras. Él está por llegar...