Este libro virtual se llamó en un principio "Obras Escogidas - I", por aquello de que toda selección es una elección. También se hubiera podido llamar "15 cuentos en busca de un editor", pero no sería un título sincero ya que ni mis cuentos ni yo nos hemos abocado en algún momento a esa tarea. Al final, se llama como se llama porque así se llama. Sea como sea, aquí está mi primer libro de cuentos. Pase y lea, es gratis.

Las arañas y yo

Al principio las mataba sin misericordia. No bien las veía las mataba con lo primero que tuviera a mano. ¿Por qué? Pues porque desde niño me habían dicho que eran dañinas, asquerosas, peligrosas, lo peor de lo peor y por eso había que matarlas. Así fue que de la adolescencia para acá, me pasé toda la vida matando arañas. ¡Una araña, una araña! –gritaba mi madre y allí corría yo, cid campeador con la zapatilla o la escoba en la mano, según la ocasión, para aplastarla antes de que tuviera tiempo de huir. ¡Una araña, una araña!
–gritaban luego mis novias, y allí también corría yo, superman con la zapatilla en la mano. ¡Una araña, una araña! –gritaban después mis esposas y luego mis hijas, y otra vez de nuevo ahí iba yo, vengador del futuro, con el insecticida en aerosol que no daña la capa de ozono en la mano (a esa altura ya había renunciado a la zapatilla pese a las quejas de mis mujeres, que sentían el mismo terror pánico ante una araña moribunda que ante una rozagante). En fin, que así fue pasando mi vida hasta que hace unos años logré independizarme y tener un poco de paz. Cuando me mudé a esta casa, ellas ya estaban, por eso el día anterior a la mudanza rocié todas las habitaciones con insecticida y cerré herméticamente puertas y ventanas. Veinticuatro horas después, abrí, ventilé, y barrí sus cadáveres concienzudamente. Revisé las paredes y los zócalos y luego di el visto bueno a los changadores de la empresa de mudanzas para que entraran el colchón y el banquito (el bolso con ropa lo había traído yo mismo).
De ahí en adelante, lo primero que hacía todos los días al volver del trabajo era revisar si había alguna. Entraba sin hacer ruido y prendía la luz rápidamente, para no darles tiempo a esconderse. No digo todos los días, pero bueno, día por medio mataba a dos o tres. Y así fue pasando mi vida hasta que un año me fui de vacaciones. Falté de mi hogar por quince días, y cuando volví me quedé duro ante el panorama. ¡Si! ¡Telas de araña por todos los rincones! Me flaquearon las rodillas y tuve que apoyar mi dorso en el marco de la puerta para no caer desparramado en el piso. Pensé: “¡Qué injusticia! ¡El trabajo de años (tres) tirado a la basura por quince días de vacaciones! ¡No tengo perdón!”. Pero... pero, pero, pero... Hete aquí que me pongo a observar con un poco más de detenimiento y ¿qué descubro? Pues que en esas telas de araña (ahora que lo pienso, creo que eso de que tejieran sus telas contra el techo lo hicieron a propósito, para lucirse y para agradarme) se balanceaban los cadáveres de decenas de asquerosas e inmundas moscas. Como en una exposición, colgaban inertes los exoesqueletos de varias “musca doméstica”, “drosophilae”, “simuliidae”, “sarcophagidae”... hasta alguna “mayetiolae” creo que había. Y ahí pensé. Dejé mis valijas en el suelo, crucé los brazos, me tomé el mentón con la mano derecha, y pensé: ¿Para qué me pasé toda la vida matando arañas si a mí no me dan miedo? ¿Por qué voy a matar a las arañas si a mí las que me dan asco son las moscas, que son precisamente el alimento principal de las arañas domésticas? Entonces reaccioné. Sacudí la cabeza, entré las valijas, cerré la puerta, arrimé una silla del living y me senté a conferenciar.
Ese día firmamos el armisticio y acordamos un pacto de no agresión. Yo las dejaría tranquilas mientras ellas no tejieran sus telas sobre mi cama, la mesada de la cocina, el escritorio, la televisión y la mesa del comedor. Desde entonces convivimos en paz, ellas en sus alturas y yo en mis bajuras. Claro que cuando me viene a visitar alguna señorita tengo que quitar las telas. Les aviso antes, recorriendo las piezas aplaudiendo enérgicamente para darles tiempo a protegerse en sus guaridas. Luego, recorro todos los ángulos del techo con mi escobillón hasta no dejar ningún rastro de su existencia. Sé que cuando hacemos el amor ellas nos observan desde sus cuevas, casi puedo ver sus decenas de pequeños ojos múltiples brillando en la oscuridad, pero no me importa demasiado pues siempre fui un tanto exhibicionista. Me remuerde un poco la conciencia tener que obligarlas a reconstruir nuevamente sus telas una y otra vez, pero ellas saben que es necesario. No sea que en lo mejor del asunto, la señorita de turno salte de la cama despavorida al grito de “¡Una araña, una araña!”.