Este libro virtual se llamó en un principio "Obras Escogidas - I", por aquello de que toda selección es una elección. También se hubiera podido llamar "15 cuentos en busca de un editor", pero no sería un título sincero ya que ni mis cuentos ni yo nos hemos abocado en algún momento a esa tarea. Al final, se llama como se llama porque así se llama. Sea como sea, aquí está mi primer libro de cuentos. Pase y lea, es gratis.

Él está ahí

Él está ahí, me vigila desde su escondrijo en los matorrales de la laguna, y espera a que me vaya para salir a cazar anguilas y axolotes, para nadar panza arriba displicentemente, para entrar a la casa y revolver mis cosas. He intentado algunas veces volver antes y entrar en silencio por la puerta de atrás. Reviso la casa y descubro su rastro húmedo y las huellas de sus patas anchas en la alfombra, pero nunca lo puedo encontrar dentro. Miro entonces lentamente hacia la laguna por entre las rendijas de la cortina veneciana de la ventana del living, pero nunca lo puedo ver. Es que él me huele y se esconde, él me huele con esas miserables narinas que tiene en su pico negro y chato, con esas ranuritas de porquería que parece que no sirven para nada, y sin embargo con ellas me huele, y huye, y se esconde. Después, de madrugada, cuando está todo oscuro y no puedo verlo, cuando mis ojos rojos intentan conciliar el sueño mientras trato de olvidar el recuerdo del flapear de las alas de miles y miles de somormujos como él que tengo metido en la cabeza, entonces lanza su obsceno grito y hace que salte de la cama, prenda las luces, corra hacia la ventana y descargue mi escopeta sobre los matorrales que rodean la laguna. Cuando cesa el estruendo y el humo de la pólvora se disipa en el aire, entre el coro de perros que ladran asustados, lo escucho aletear mientras se aleja riendo hacia el monte.
Esto sucede todos los días desde que comenzó el verano. He pensado en vaciar la laguna para que no venga más, pero me da pena por los castores, a los que tanto trabajo les ha dado construir su represa tronco a tronco, maderita a maderita, ramita a ramita. No puedo hacerles eso. Los castores son amigos míos, me regalan peces para que ahúme en mi estufa y haga conservas. Ellos también le temen al somormujo. Cuando llega, se esconden en la isla de su madriguera y sólo salen si yo estoy en el porche con la escopeta en mi regazo y por eso él no se anima a salir de los matorrales. Entonces yo les tiro manzanas verdes que ellos atrapan en el aire dando volteretas. Desde que vino el somormujo paso todas las mañanas allí, fumando mi pipa sentado en la reposera con la escopeta en mi regazo, mientras los castores retozan con sus crías y pescan y reparan las filtraciones de su represa. Los vecinos ya están acostumbrados. Por lo general no pasan por frente a mi casa, pero si tienen que acercarse a la laguna por algún motivo, me saludan con un respeto muy parecido al agradecimiento. Yo sonrío y muevo mi cabeza como diciendo que de nada, que sólo cumplo con mi deber. Ninguno se ha quejado nunca por mis disparos, es que ellos también le temen al somormujo. Pasan las noches encerrados en sus casas y saben que dependen de mí para que los proteja. He pensado en mudarme a la montaña, pero eso sería traicionar a los castores y a los vecinos, y por sobre todas las cosas, mi huída significaría la victoria del somormujo. Y la simple idea de imaginar la sorna con la que comentaría luego mi derrota, se me hace insoportable y me obliga a permanecer firme en mi puesto.
Anoche no intenté dormir. Lo estuve esperando hasta el amanecer. Me acosté vestido, con la escopeta pronta al costado de la cama. Tal vez el muy taimado se dio cuenta y fue por eso que no lanzó su grito terrible, o tal vez ya se fue, no lo sé. Apenas salió el sol, desayuné y salí con la escopeta a revisar los matorrales. Los castores ya estaban pescando. Cuando me vio venir, Alfa me saludó como acostumbra (golpeando en un tronco con su gran cola plana y haciendo mohines moviendo los bigotes), yo le sonreí y sacudí mi mano levantando el brazo sin detener mi camino (que es como acostumbro a saludarlo), y entonces él se zambulló en el agua. Mientras yo revisaba minuciosamente los matorrales de juncos en las nacientes de la laguna, Alfa salió del agua y depositó sobre la roca cuadrada tres grandes sardinas azules. Luego de mirar hacia donde yo estaba, volvió a zambullirse y siguió con lo suyo. Yo también seguí con lo mío. En el rincón más apartado de la laguna encontré una gran bola de plumas y espinas, prueba inequívoca de que el somormujo había estado allí. Envolví la bola en la hoja de un nenúfar y la guardé en mi faltriquera. Volví a la casa sin encontrarlo, recogí las sardinas, las guardé en una lata y las tapé con aceite. Entonces empezó a llover.
El día en que llegó el somormujo también llovía. ¡Y cómo llovía! Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Él venía volando bajito, como a los tropezones. Las ráfagas de lluvia le entorpecían el vuelo rastrero, le dificultaban mantener el rumbo. Yo corrí a buscar mi escopeta y le disparé tres cargas. Lo ví caer en el agua, juro que lo ví caer en el agua, aleteando inutilmente, salpicando para todos lados. Lo vi aletear, iluminado por el fogonazo de un potente relápago, en el medio de una gran mancha roja. Juro que vi hundirse su cabeza empenachada y flotar su cuerpo hinchado, las cortas patas hacia arriba aún moviéndose. Juro que lo ví. Entonces resonó un trueno lento, profundo y grave que hizo temblar largamente la casa, y luego toda el agua que había en el cielo cayó sobre la laguna. Nunca había visto ni oído llover así. No veía más allá del porche y la casa trepidaba golpeada por tanta agua. Fueron unos pocos minutos, sí, no duró mucho ese diluvio, pero cuando pude ver de nuevo la laguna, él ya no estaba. Me puse la capa y las botas, tomé el gancho de ballenero y salí a buscarlo, pero por más que revisé y revisé, no lo encontré por ningún lado. Los castores también salieron apenas paró la lluvia para reparar presurosos el metro y medio de dique que había destruído la fuerza del agua caída. Mientras volvía a la casa escuché un tenue ulular en la lejanía, pero no le dí importancia. Abrí mi lata de sardinas y me preparé la cena. Luego, toqué el violín hasta que me vino el sueño. Entonces me fui a dormir, pero no habría pasado ni la mitad de la noche que me despertó éste grito desgarrador, éste sonido ominoso y terrible cuyo recuerdo y cuya inminencia me acompañan ahora todas las noches, y me han robado el sueño para siempre.