Este libro virtual se llamó en un principio "Obras Escogidas - I", por aquello de que toda selección es una elección. También se hubiera podido llamar "15 cuentos en busca de un editor", pero no sería un título sincero ya que ni mis cuentos ni yo nos hemos abocado en algún momento a esa tarea. Al final, se llama como se llama porque así se llama. Sea como sea, aquí está mi primer libro de cuentos. Pase y lea, es gratis.

Crash

Quiso acordarse pero no pudo. Tampoco le importó porque no se dió cuenta. De todas maneras apretó el acelerador e hizo avanzar el automóvil. Apoyando la espalda firmemente en el respaldo del asiento, aumentó la velocidad al máximo y el auto se estrelló contra el muro. Sacudió la cabeza y le hizo dar marcha atrás. Maniobró sin pena y sin rabia, volvió a acelerar a fondo, y el auto pegó de nuevo contra el muro. Chasqueó tres veces la lengua e intentó de nuevo la maniobra, ésta vez más despacio. Sonrió cuando al fin logró girar el vehículo 90 grados hacia la izquierda y hacerle continuar la marcha en paralelo al muro. Cuando le llegó hasta los pies, se inclinó, lo tomó con la mano y lo introdujo en el morral junto con el control remoto. Al enderezarse percibió un aroma vagamente conocido. Se tocó las asentaderas y las encontró húmedas. Entonces supo que tenía que entrar para que lo lavaran, otra vez se había hecho encima.
Mientras lo lavaban creyó recordar algo. Cerró los ojos y vió un campo y un árbol. En el árbol había flores y en el campo había un rancho. Junto al rancho una silla con un montón de ropa... no, no era un montón de ropa, era un hombre. Al lado suyo, un perro dormía en la sombra... no, no era un perro, era un niño. Un niño jugando con un auto a control remoto. Se acercó para mirarle la cara y se dió cuenta de que esos rasgos le resultaban familiares. ¿Dónde había visto antes a ese niño? Justo cuando iba a preguntarle el nombre, la enfermera le despertó sacudiéndolo suavemente. Silencioso y pensativo, con el entrecejo fruncido, dejó que ella le ayudara a salir de la tina. Dejó que le vistiera. Dejó que le sentara en un silla a la sombra de un tilo, donde también había un perro, un labrador dorado que le miró a los ojos y movió despacio la cola en señal de reconocimiento. Entonces cerró los ojos y lloró.
Se dejó abrazar por la madre y siguíó llorando en su hombro hasta que poco a poco fue desapareciendo la angustia. Luego levantó la cabeza y abrió los ojos. Sonrió a la enfermera y dejó que le depositara en el regazo la bandeja con la taza de té con leche y plantillas. Mojó las plantillas en el té, las comió todas y vació la taza. Luego se limpió con la servilleta de tela blanca almidonada, devolvió la bandeja y siguió jugando con el auto a control remoto.
Al poco rato descubrió que la carretera no era larga sino circular. Sentado al volante veía como pasaba una y otra vez por el mismo puente; como aparecía una y otra vez el mismo pueblito con la misma iglesia, con el mismo café con mesitas en la vereda, donde una misma mujer rubia tomaba otro té. La cuarta vez que pasó por el café detuvo la marcha. Estacionó el auto junto a la acera, abrió la portezuela y bajó. Miró a la mujer rubia, que le sonrió y le dijo “¡Hola! Hace mucho que te esperaba, pensé que no te ibas a detener nunca...” Él sonrió también, apartó una silla y se sentó frente a ella. “¿Cómo estás, preciosa?” le dijo seductor. “Bien, Papá, disculpá que la semana pasada no pude venir, pero Susan estaba con fiebre y no podía dejarla sola”, le contestó ella. “¿Tenés un cigarro?”, preguntó él.
Aspiró lentamente el humo del cigarrillo, lo paladeó, lo envió a los pulmones y luego lo expulsó por la nariz. En ese momento se dió cuenta de que el pianista estaba tocando aquella canción. Enojado, se levantó, entró al salón y lo increpó: “¡Sam! ¿Cuantas veces te dije que no tocaras esa canción?” Como toda respuesta, el pianista inclinó la cabeza y señaló con la mirada hacia una mesa del fondo del salón. Él giró en redondo y entonces la vio, sonriente y fumando. Se acercó a la mesa, apartó una silla y se sentó frente a ella. “¿Cómo estás, preciosa?”, le dijo algo perplejo mientras ella lanzaba una bocanada de humo. “¿Por qué lloras, hijo?” le preguntó ella. “No lloro –contestó él, pestañeando– es el humo en mis ojos”. Cuando abrió los ojos, ella se había ido.
Con el cigarrillo todavía en los labios y el enrecejo fruncido, salió del café, volvió a subir al convertible, lo encendió, puso el cambio y apretó el acelerador a fondo. El bólido surcaba raudo la campiña. Al llegar al puente una ceniza le entró en un ojo. Se estrelló contra el muro a máxima velocidad. Salió disparado por sobre el parabrisas y cayó como un bulto flácido en el arroyo. Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro de ella casi pegado al suyo. “¿Se siente bien?” –le preguntó la enfermera. “Si, si –contestó él– ¿No tiene un cigarrillo?”. Ella le puso un cigarrillo encendido en la boca y se alejó. Él tomó el control remoto, apretó el acelerador e hizo avanzar el automóvil. Aumentó la velocidad al máximo, y el auto se estrelló contra el muro...